Una inapelable verdad:
tu sombra. El largo y
desafortunado pathos,
tu regocijo dado
entre esperpentos
de tu intemperie.
Largo asco, el cuervo.
El amasijo y el consabido
veneno, trajín de la
calavera
otorgada por un dios
obtuso, aquella que se
nombra en escala de humo,
arena y el polvo que te
simboliza.
El mal siempre tiene su
hora
de implosión, de vaho
visto
haciendo
su carcomer de latido.
No
hay huevo ni vientre,
solo
la cadena empujada,
tu
cíclico eslabón de
un
citado gris, de aquello amargo
que
finge y padece
la
cierto de su propia máscara.
Cáscara.
Inmenso y flagrante
el
vacío y tu error, muro de pulso
y
plomo que se mece en péndulo
entre
lo vulgar y lo helado,
entre
lo que sobra y, por decantación, se deshace.
Se
te hará para adentro la jarana de tu maldecir,
padecerás
por tu trabajado rótulo
de
negro, por el matiz hondo
de
tu agitado agujero sin rostro,
por
tu decir de clavos, de distancia de corazón
y
agujas sin puerta.
Serás
tu mal explotando,
la
hundida adarga en el vórtice
enfermo
de tu propia intención:
hoy
espectro oscuro como verdugo
De
nuestra sangre.